Emprendedores: Che Lagarto Hostels

Cuando Diego Giles (30) tenía 22 años dejó su ciudad, Mar del Plata, y se instaló en Buenos Aires para estudiar publicidad. “Fui a parar a una residencia universitaria que tenía una habitación para mochileros”. Esa es la prehistoria de Che Lagarto, una cadena de hostels que crearon Diego y su hermano Fernando (29).

Esa habitación fue su inspiración. “Al año siguiente abrimos el primer hostel. Con préstamos familiares alquilamos el quinto piso de un edificio en San Telmo. Tenía diecisiete camas”. Eso fue hace ocho años con el dólar uno a uno y cuando ver un hostel en la Argentina era una rareza.

Después vino un viaje a los Estados Unidos “para ver cómo era el negocio”. A la vuelta, y después de ocho meses de dar techo y cama a turistas, “tuvimos que mudar ese hostel, que era un emprendimiento muy boliche”, reconoce hoy Diego.

El primer hostel-hostel lo abrieron en una casa que alquilaron con lo que habían juntado de la experiencia piloto más —otra vez— “el apoyo familiar”.

Al tiempo abrieron otro y, a los dos años, el tercero. “Ya era un negocio de verdad. Y comercialmente fue un exitazo”.

Tanto que en 2003 abrieron un Che Lagarto en Copacabana, Brasil, con ochenta camas. Luego vino otro en Río de Janeiro. Le siguieron Chile e Ipanema.

El año pasado cerraron todos los hostels alquilados de Buenos Aires y compraron una casa.

“Ahora tenemos 120 camas y un restaurante abajo”. También hay una cocina donde los turistas gasoleros pueden prepararse la comida.

Hoy los hermanos están al frente de una verdadera cadena que factura un millón y medio de dólares al año y que ofrece quinientas camas ubicadas en lugares estratégicos. “Vendemos 7.000 noche-camas por mes”.

“Tenemos los tres puntos principales de Sudamérica: Buenos Aires, Río y Santiago. Los mochileros entran por esas ciudades porque los vuelos tienen esos destinos”, apunta Fernando.

Cuando los turistas hacen pie en alguno de los Che Lagarto, antes de que siga su viaje, “los derivamos a nuestros propios hostels. Además, los mismos pasajeros que ya estuvieron en las otras ciudades nos recomiendan”.

El noventa por ciento de los que pasan sus noches allí tiene entre 18 y 25 años. El sesenta por ciento es europeo y el 40 por ciento viene de algún país de América, de Australia o Nueva Zelanda. Pagan de ocho a veinte dólares por día

“Cada vez vienen más chicos europeos de 18 años. Antes venían a los 25, despés de terminar la universidad. Ahora, en cambio, viajan antes de empezar la facultad”.

En un negocio tan competitivo el marketing es clave. “Hostels hay miles. El producto es un commodity: una cama es parecida en cualquier lado. Ya nos copiaron todo, hasta el nombre. El único diferencial nuestro es la potencia de marketing que podemos lograr como cadena porque un hostel chico no puede pagar los costos en euros, dólares o libras por figurar en ciertas guías”.

Para expandir aún más esta cadena, Diego Giles empezó a dar franquicias. “Ya abrimos la primera franquicia de reconversión en Paraty, a doscientos kilómetros al sur de Río”.

Estar detrás de un mostrador de un hostel les permite a Diego y Fernando conocer personajes excéntricos. “Hay mucha gente rara viajando”.

Quizás el visitante más exótico fue un alemán que vestía camisa abuchonada, chaleco, pantalones de corderoy y borceguíes, todo negro, en pleno enero porteño. El hombre pertenecía a una hermandad de carpinteros que se visten como se usaba hace siglos.

“Para entrar en esa cofradía primero tienen que alejarse de su pueblo y viajar durante tres años sin dinero, cambiando trabajo por alojamiento y comida”, cuentan. “Estuvo como un mes y medio ayudándonos a construir camas y armarios”.

Cuando llegó la hora de seguir viaje se alejó apoyado en su bastón, hecho con la rama de un árbol que sólo crece en su pueblo, una guitarra en miniatura y su equipaje envuelto en un pañuelo atado a la punta de un palo.

FUENTE: Ieco Clarín, por Cecilia De Castro.

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